miércoles, 3 de octubre de 2012

En un rincón de la vida, di con vos.

Tu piel húmeda de sudor viajero, atravesando el aire de mi lengua que inhala tu danza de caderas de mar encabritado.
Yo hice un pincel de mi nariz.
Y quise excavar la luna en tus piernas samanes frutos de aguijones mieles capa de ozono.
Entonces me hice con tus párpados una ventana de cosquillas azules, como los altos vértigos de esas mariposas que nadan esperando tu asomo en alguna plaza de esta ciudad convulsionada.
Esta ciudad tan distinta a la que de niño conocí, tal vez porque la mía, era aquella calle del barrio dónde tantas veces dejé marcas de rodillas, codos, lágrimas y sueños.
O aquellos espacios que aún recuerdo, ya sea por nostalgia, identidad, por una obligatoria decisión de la memoria de saber que hubo alegrías y que en este presente avasallante no cuesta casi nada sonreír.
Y de nuevo tu presencia en este tratado sobre el tiempo, oloroso, llameando en mi hambre como ola infinita, como insulto cotidiano de urbe esquizofrénica, y mi sosiego allí, en un recodo del viento fumándose tus besos a una hora de pesadas multitudes.
Son las 8:46 de una noche calórica, y mi olfato te oye las pisadas, y me hago creyente de Pavlov, y vivencio este tambor que levanta llamas en mis ojos, y la piel dispersa sus moléculas en este espacio citadino que se vuelve lo más íntimo del día.
Allí me disgrego como estrella en tus brazos de cascadas florales, y respiro tan hondo que pruebo el universo.

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